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Abrí los ojos en la sala, la luz expandía la pupila a sus cuatro puntos más obvios: la claraboya, la puerta, la ventana. Era el flash, que relampagueaba sobre ellos comunicando una nueva representación (la de estar inalterable ante las acciones de la luz). Debí sufrir miles de situaciones como esa: sonrisas abiertas, apagadas, llenas de lustre. La marca de una marca en la oscuridad.

El flash: una figura sin nombre y sin empezar a ser figura. Una sensación paréntesis en la estadía en la sala.

Cerré los ojos y practiqué un ejercicio con el que habitualmente se inmolaba Joshep Turner: estar encerrado durante un día entero, sin luz, abrir bruscamente la ventana, y pintar lo que se pueda, ver qué pasa.
Los ojos son drogadictos de la luz.

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